17 de abril de 2024

¿Muerte a la corrupción?

Si es usted como yo, querido lector, estará harto de la corrupción que ahoga a nuestro país. Para donde voltea uno la vista hay escándalos, trapacerías, impunidad. Esta última es la que más nos indigna, con razón: no obstante los muy sonados casos de servidores públicos que se encuentran bajo investigación o ya cumpliendo condenas en la cárcel, sabemos que hay muchos más que están libres y, mientras escribo estos renglones, ya traman o ejecutan alguna nueva fechoría.
Sobre ellos se dirige nuestra ira y reclamo de justicia, es decir de penalidad. La rabia colectiva es tal que lo que más ansiamos es que sean castigados de la manera más fuerte posible, que purguen condenas eternas (hay quien quisiera la pena de muerte para ellos, como en China), que se les decomisen todos sus bienes. Probablemente hemos llegado a un punto hoy en día en que nos importa mucho más la pena que la enmienda. Es decir, preferimos verlos tras las rejas antes que buscar soluciones que nos permitan evitar actos futuros de corrupción.
Es muy comprensible la reacción: después de todo vivimos en una sociedad que parte del principio de que sólo con el ejemplo punitivo se previene la futura comisión del delito, que sólo las más severas penas evitan tanto la reincidencia como la tentación. Y no me refiero sólo a la sociedad mexicana, ya que muchos otros países privilegian que sus sistemas judiciales y policiacos estén mucho más enfocados en el castigo que en la prevención. Sed de venganza.
Cuando leemos, como parece ser ya costumbre, que en tal o cual país se destituyó o encarceló a un presidente o ex-presidente muchos lo festejan al mismo tiempo que se lamentan porque «eso» nunca sucedería aquí. Si tan sólo fuéramos más como Guatemala, o Perú, Brasil o Francia, Corea del Sur… Y en ese soñar despiertos y en esa indignación colectiva y constante se nos van los días, se nos va la vida.
Claro, la rabia y el enojo tienen sus matices, principalmente ideológicos. Hay quienes celebran mucho más la desgracia de Lula, digamos, que la de Sarkozy. Hay quienes ven en uno u otro caso la confirmación de sus sospechas: la izquierda populista es siempre corrupta, o lo es la oligarquía de derecha. O viceversa, al fin que en nuestro espectro político la derecha y la izquierda se rebasan la una a la otra por los lugares más insospechados.
Por supuesto que las filias y fobias partidistas nos hacen de repente perder un poco o un mucho la perspectiva, el balance. Y es que es más sencillo etiquetar y estereotipar que analizar en serio, mucho más fácil decir que todos los priístas, o perredistas, o panistas o morenistas o «independientes» son corruptos, o todos los políticos o los servidores públicos.
Hay incluso quien llega a aseverar que la corrupción es un fenómeno exclusivo del sector público, del gobierno, como si no existiera entre empresarios, comerciantes, agricultores, industriales, maestros, alumnos y todo tipo de individuos u organizaciones. Y frente a la evidencia, el infaltable pretexto de que sólo así se pueden hacer las cosas, de que la autoridad nos obliga, de que es la única manera.
Ya he abordado en textos anteriores ese aspecto de la justificación de la falta propia y la condena indignada de la ajena, pero no está de más recordar que la corrupción es periférico muy amplio por el que circulan muchos, solo para encontrarse siempre frente a su reflejo, del que huyen raudos y veloces antes que reconocerlo.
Frente a ese círculo vicioso valdría la pena dejar de lamentarnos y estudiar un poco más a fondo no sólo el fenómeno de la corrupción, sino también las mejores maneras de acotarlo, de hacerlo cada vez menos oneroso para el país entero. En México se han intentado muchas opciones y ninguna ha funcionado, en parte porque quien hace la ley hace también la trampa, en parte porque no se entiende que sin prevención y sin sanciones sociales es casi imposible de erradicar.
Quien crea que el solo castigo ejemplar basta debe voltear a ver en serio los casos de Brasil o Corea del Sur, donde la justicia además de selectiva es ineficaz, ya que podrán meter a todos los presidentes a la cárcel y no con ello logran romper con el círculo maligno de complicidades empresariales, de persecución política y por supuesto de la vista gorda de la sociedad.
Por sabrosa que sea la venganza, si no resuelve el problema, entonces de nada sirve.

Por Gabriel Guerra
(Analista político y comunicador)
EL UNIVERSAL

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