18 de abril de 2024

Esos son huevos : La Feria

Sr. López

Vida nos va a faltar para agradecer al dios en que cada uno crea, el haber nacido en México. No está este menda bajo los efectos de ninguna sustancia vaciladora: es cierto. Repase nomás unos pocos argumentos que prueban el privilegio de gozar de nuestra risueña nacionalidad:
En primer lugar, los huevos. En cuestión de huevos somos insuperables. Países que alardean sus avances científicos y premios Nobel, los consumen en sus más simplonas presentaciones; vaya a los EUA, Alemania y casi todo el norte de Europa: comprenderá que vivan entre la depresión y el cabreo. Distinto el caso de Francia, esa señora con pasado, vejancona y soberbia, por puro presumida ideó los huevos poché y la “quiche lorraine”, de dudosos resultados que no justifican su complicada elaboración. El asunto español es muy diferente, que allá, por disimular su pobreza centenaria los revuelven con papas y los llaman “tortilla” por ignorantes.
En cambio, en esta tierra bendita se disfrutan los huevos en centenas de presentaciones, todas magníficas al paladar: rancheros, revueltos con frijol, con queso -de Chiapas… ¡de Chiapas!-, con jamón, con chorizo y papas, atún, chicharrón, tortillas fritas y machaca; a la mexicana, diabla, yucateca, campesina, a la cazuela y asados; en salsas roja o verde y su mezcla que desde el nombre da solaz: los divorciados; sin olvidar los gratísimos huevos sobados… así, “ad infinitum” y en torta. Y dejando de mencionar muchas otras variantes, destaquemos el apogeo en esta materia: los Beethoven de los huevos, los motuleños, clímax gastronómico que rivaliza en creatividad con la Capilla Sixtina. ¡Loado sea el Señor!
También estamos en deuda con la vida por nuestros pintores, cómicos, actores, poetas, músicos y las tiples del Teatro Blanquita, pero muy especialmente por nuestros políticos. No retobe, piénsele: no hemos padecido acá, por ejemplo, las consecuencias de la afición de un Churchill por hacer frases de impacto, porque hay que ser cosa fina para prometer al pueblo “sangre, sudor y lágrimas”, ¡y cumplirles!; ni nos liamos a tiros con nadie, como los franceses, para tener contento a Charles de Gaulle, mientras él se lo pasaba a lo grande en Londres toda la Segunda Guerra Mundial. Cuantimenos hemos ido a Irak a rasurarle las barbas a los ayatolas o al Vietnam a contener el comunismo, preocupados mejor porque la selección clasifique al Mundial. Sí, estamos en deuda.
Nunca nuestros políticos han temido al juicio de la historia ni al ridículo. Haga memoria: a la llegada de los españoles, se intentó un recurso que creyeron infalible, regalarles mujeres (y que la Malinche le coqueteara a Cortés nadie lo podía prever… mala pata). Y luego Moctezuma intentó evitar a su pueblo los sinsabores de una guerra internacional, haciendo de posadero de los conquistadores (“pasen a esta su humilde casa”), en lugar de escabechárselos en la calzada de Tlalpan. Después Hidalgo, por no interrumpir la hora del chocolate a las buenas familias capitalinas, prefirió retirarse a Guanajuato a esperar el Festival Cervantino. Santa Anna lo mismo, prefirió el descrédito de cerrar la venta de La Mesilla, antes que nos fuera robada la mitad del territorio que nos quedaba o eso dijo. Y don Porfirio Díaz nos obsequió con la prueba en mármol de su buen humor, mandando construir el Hemiciclo a Juárez, a quien detestaba con toda su alma, frente al templo de Corpus Cristi, con la estatua del prócer mirando la custodia en piedra con la Hostia Consagrada de la fachada, purgándolo ya por siempre, al él, tan serio y tan masón.
Subsiste la vocación de nuestros políticos al cachondeo. Gracias al cabeza de chorlito de Fox nos ahorramos un baño de sangre cuando ya sabe quién, tomó Reforma y el Zócalo; y luego, el mismo que ya sabe se trincó una banda tricolor de estambre, convenció a sus huestes de que ya era Presidente y los mandó en santa paz a sus hogares, en lugar de organizar una asonada como mandan los cánones. Y no se puede dejar de señalar la virtud de Calderón quien, antes que entrar a sangre y fuego al Congreso a asumir con riesgo de su vida y otras, el cargo de Presidente, optó por hacerlo por la puerta de servicio, rapidito y a las volandas (“les juro que juro y me voy”, debe haber dicho a los de intendencia al entrar). Honor a quien honor merece.
No está en riesgo de desaparecer en nuestros políticos su sana preferencia por el ridículo (¡a Dios gracias!). Vea si duda, las actuales alianzas de la derecha con la izquierda que argumentan sus defensores con algo de razón, sorprende sólo a los mancos, pues es de lo más natural ¿o qué, usted, por “coherencia” jamás entrelaza las manos?, y mientras, el electorado ni caso les hace interesado en asuntos de mayor trascendencia como la salud de Chente Fernández y doña Carmelita Salinas, que sin duda son más importantes que esas maromas partidarias.
Podemos confiar en que no hay ni indicios de que nuestros políticos consideren con seriedad cómo pasarán a la historia ni mucho menos que se les desarrolle alguna aversión al ridículo y de ello hay señales tranquilizadoras como la iniciativa ya aprobada en la Comisión de Bienestar Animal del Congreso de la Ciudad de México, para prohibir las corridas de toros, asunto que levanta discusiones airadas en pro y en contra, pues no son pocas las reses que son muertas al año en México en los ruedos; el dato que localizó el del teclado es de 2010: según la Asociación Mundial de Protección a los Animales (WSPA), en ese año fueron muertos 1,400 toros.
Se ponen bravos algunos legisladores: ¡no puede seguirse con esa tradición sangrienta!, y se queda uno pasmado: ¿eso les preocupa?… ¿y los 800,000 abortos anuales?… ¿y los cien mil asesinados?… ¿y los más de 90 mil desaparecidos que acepta el gobierno?… ¡nada!, los toritos también importan… y sí importan, ¿pero quién piensa en eso en medio de una sangría tan bárbara?
¿Ven? No están en riesgo nuestra tranquilidad ni gastronomía: esos son nuestros políticos y esos son huevos.

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