18 de abril de 2024

Napoleón

JOSÉ ANTONIO MOLINA FARRO

“Napoleón es el más terrible misterio en la historia de la humanidad”

Stendhal

Este fenómeno de la historia universal falleció hace 200 años, el 5 de mayo de 1821. Chateaubriand, que comenzó por admirarle para luego aborrecerle profundamente, le llamó “poeta en la acción”, “genio grandioso en la tierra”, “espíritu infatigable, inteligente y juicioso en la administración”, “legislador eficaz y prudente”, grande no por sus discursos sino por su obra y sus hechos. Pero también destaca lo negativo. Tuvo al mundo a sus pies, pero la verdadera filosofía “jamás perdonará a Napoleón el haber acostumbrado a la sociedad a la obediencia pasiva, hecho retroceder a los hombres a los tiempos de la degradación moral y corrompido los caracteres…” Hay mucha verdad en lo que dijo Chateaubriand, “En vida poseyó casi el mundo; ahora, después de su muerte, lo posee realmente”. Y sí, muy pocos han sabido influir en el juicio de la posteridad.

Sus Memorias son consideradas como uno de los más brillantes alegatos en su

favor que conoce la historia. Legó inagotable material al historiador, al político, al periodista, al novelista, al sicólogo; excitó la fantasía en muchas formas. Su descomunal bibliografía es de una multiformidad increíble: {{El héroe heleno, el César romano, el déspota oriental; joven dios radiante y aventurero sin conciencia; hijo del caos y su ordenador, domeñador de la Revolución y su ejecutor; fuerza elemental y calculador intelecto de gigante}}. Desde el primer día de su aparición en la historia, se anunció en él lo excepcional, pues de inmediato llevó a cabo hechos extraordinarios. El modo como irrumpió en Italia, expulsó a los austriacos, marchó  a Egipto, regresó, se hizo con el poder, se volvió de nuevo contra Europa, se lanzó a través de los Alpes, una vez más sobre los austriacos. Todo ello, ya de por sí algo nunca visto. Napoleón, el gran destructor; un mundo caduco se despedaza bajo su genio, pero también es fuerza primigenia, crea del caos un nuevo orden, imprimiendo siempre el sello de su voluntad y de su genio.

Fourier lo describe magistralmente: “Donde quiera venció el emperador de los franceses contemplamos el comienzo de un orden social superior: en el Manzanares como en el Tíber, en el Rin y en el Elba, en Nápoles y en Polonia, en Prusia y en Austria, aquí directamente bajo la presión de la conquista, allí indirectamente porque la resistencia ante los poderosos dragones sólo parecía posible defendiéndose con sus mismas armas”. Y yo pregunto, quizá con ingenuidad, cómo no cautivarnos el gran corso, si en el péndulo de sus acciones, en pocos años Napoleón concibió lo que hubiera podido costar siglos. Nadie puede decir cómo hubiera evolucionado el mundo europeo, sin su intervención.

Por primera vez cobró forma la idea de una Europa unida, un capítulo del europeísmo. Y en particular Alemania, donde realizó la transformación más radical. Sin su brutal intervención hubiera sido inimaginable la unificación política de la nación. El Estado alemán centralizado, no sólo en sus límites sino también en su estructura moderna, es obra de Napoleón. Y el gran legislador, el Código Napoleónico que ejerce su influjo hasta nuestros días. Bien dice Goethe, es difícil que una pluma rasgue por completo el velo del misterio. Cuando Hegel en 1806 lo vio pasar cabalgando por Jena: el {{alma del mundo personificada, invadiendo el mundo, dominándolo}}. Ernst Moritz con mirada de vidente en las profundidades del alma, ve en Napoleón una fuerza natural en acción, un hombre extraordinario. Y Göerres: {{Traed pronto a Suetonio, porque el nuevo Augusto ya está listo}}. Arndt, por su parte: {{El porte serio, oculto profundamente el fuego meridional, el carácter duro e inclemente del isleño corso mezclado de astucia, ánimo de hierro que se hace más temible en la desgracia que en la fortuna; por dentro ocultamiento y reserva profundos; por fuera movilidad y rapidez fulmínea; además, el oscuro sino anidado en el propio pecho, la gran superstición de los grandes hombres en su parca y en su gracia… Miradle, ¿por qué palidecéis, por qué huis? ¿Por qué tiemblan hombres orgullosos ante el pequeño hombre? En él está impresa la fuerza victoriosa, la naturaleza del gran inconsciente, lo que a millares impone y domina. Las pequeñas preparaciones las hace la inteligencia, las pequeñas maquinaciones las urde el cerebro, el corazón poderoso da a la acción los grandiosos alumbramientos y de nada sabe. Así vence, así avanza el corso}}.

También Goethe vio en él al que llevaba en sí el espíritu de la época, una “personificación de lo objetivo”, del genio como terremoto hecho hombre.

A los 22 años, el teniente Napoleón Bonaparte resumió la significación histórica de Alejandro Magno: “El genio es un meteoro destinado a quemarse para iluminar su siglo… su orgullo lo impulsó a conquistar y devastar el mundo sin sentirse jamás satisfecho”. También agregó: “Consumido por su propia llama, desvaría, se tiene por un dios, por el hijo de Júpiter, y exige que los hombres así lo crean”. En ese momento no imaginó –o quizá sí- el juicio que verterían sobre él sus contemporáneos, para quienes Napoleón fue un juguete de la ambición, que de batalla en batalla, subyugó pueblos, derribó tronos y erigió un imperio sobre las ruinas de la destrucción, para imponer su voluntad. Concluyo con Göhring: “En todo momento se enfrenta el historiador con la semblanza de la imperfección de todo lo humano y aun de lo sobrehumano. En Napoleón testimonia la Historia de manera impresionante que la idea es más sublime que el mero hecho, el derecho más fuerte que la fuerza bruta, la ley histórica más constante que la osada voluntad del individuo; y, finalmente, que el demonio del poder es el azote más terrible de la Humanidad”.

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