29 de marzo de 2024

Padrotes: La Feria

SR.LÓPEZ

Tío Juan de Dios vivía de hablar y daba gusto oírlo, de eso vivía: daba conferencias sobre la familia cristiana en parroquias y asociaciones pías… y le iba por encima de muy bien (casona en Polanco, cocinera, mucamas, jardinero y dos choferes). Sin embargo, su esposa, tía Titi (nunca supo su nombre este menda), era la mujer más triste de la historia universal (contando desde el neandertal), se le escurrían las ojeras hasta las mejillas, su mirada estaba siempre como perdida y sus siete hijos (cuatro mujeres y tres hombres), parecían estar siempre a punto de soltar el llanto (con su sola presencia podían vaciar el sambódromo de Río de Janeiro en la más loca noche de carnaval). Fallecido el tío le hicieron un funeral de lujo (de dar ganas de morirse), pero en pocos días empezó un rumorcito que fue creciendo hasta estallar en el más sabroso escándalo de la familia: tío Juan de Dios, el conferencista sobre la familia cristiana, cuya misa de cuerpo presente celebró el Cardenal Primado de México en Catedral, tenía otras dos señoras y tuvo hijos de cinco, en total 19 medios hermanos tenían los siete hijos de tía Titi. El difunto era cuento, puro cuento y cuando murió la tía, mucho después, hubo un pleitazo entre sus hijos, que duró años, todos contra todos, por la valiosísima casa en avenida Masaryk. En esa familia todo eran apariencias. Triste, muy triste.

México, disculpe usted, es el resultado de una conquista hecha por los indios para los españoles, una independencia hecha por los españoles para los yanquis, un siglo XIX con pleitos a navaja libre entre conservadores y liberales… y luego el largo porfiriato, seguido de una guerra civil que parió al PRI que dominó políticamente al país de 1929 al 2000. Poquita cosa.

Vistos los resultados (lagos de sangre), que obtuvimos por tener ideas e ideales (la ‘cristiada’ como última revuelta que cimbró al país de 1926 a 1929), el régimen del PRI se propuso (y logró), construir un país sin ciudadanos… no se encrespe: sí habíamos ciudadanos, gente llamada así desde la mayoría de edad, pero no ciudadanos en sentido estricto, no teníamos derechos políticos, nos aletargamos sin darnos cuenta, dejamos de tener convicciones cívicas y aquí mandaba el que ponía no se sabía quién (eso del ‘dedazo’ presidencial no era exactamente así… ‘algo’, ‘el sistema’, misteriosa y secretamente, disponía del destino patrio). Así pudimos tener presidentes de izquierda (Cárdenas), de derecha (Ávila Camacho), de centro-derecha (Miguel Alemán), de centro-centro (Ruiz Cortines), liberales con tendencias de izquierda (López Mateos), conservadores a ultranza del ‘statu quo’ (Díaz Ordaz), serios, decentes, ladrones, frívolos… de todo, pero todos, eso sí, ‘revolucionarios’… y el país, sosiego; ya luego, desde Salinas hasta Peña Nieto, estamos alineados a los dictados imposibles de evitar, del libre mercado y las inmensas entidades financieras globales, alejándonos de a poquitos de nuestra propia historia, considerando una curiosidad de vitrina de museo la soberanía nacional y viendo como lo más natural que los cuerpos policiacos yanquis entren a nuestra tierra. ‘Cool’.

Así somos: un país construido sin ciudadanía, quien sabe cómo. Y no es poco lo que se ha conseguido sin caer en la bobada del futurible que pretende hacer futuro con el pasado: las cosas fueron como fueron, son como son. Y si el hoy no nos gusta, bueno, el mañana es nuestro.

Y ése es el problema: estamos bajo el régimen de un presidente, López Obrador, que parece nieto de Morelos e Hidalgo, hijo de Juárez y Cárdenas, sobrino de Madero, empeñado en revitalizar causas de los siglos XIX y XX, que nos costaron guerras civiles, ‘moralizarnos’ y restituir un espíritu con tufo al ‘nacionalismo revolucionario’ (que antes sirvió para un barrido y un trapeado y crear élites del poder y del dinero), al tiempo que como el más neoliberal de los neoliberales, celebra la firma por parte del Trump del tratado de libre comercio (T-MEC), corregido al gusto de allá, como no se hubieran atrevido aceptar ni firmar Salinas de Gortari, Fox, Calderón ni Peña Nieto (ya vamos a saborear el guiso esperpéntico que nos prepararon en el Senado yanqui, ya lo verá).

Así, predicando las bondades del más rancio nacionalismo pero entregados a los caprichos del tío Sam (caso de estudio: migración y frontera sur), estamos con un partido en el poder, que no es partido (hoy con dos dirigencias nacionales); que no es ‘movimiento’, porque sus bandas se mueven cada una por su lado; con una plataforma que tampoco lo es, porque su ideario contenido en sus documentos fundacionales, está arrumbado: es una rebatiña por rebanadas de poder (y dinero, sí, debe haber alguno que tenga interés en eso: ¡fuchi!, ¡guácala!, diría su clásico).

En México nos falta cohesión social, por eso muy pocos pueden mangonear todo (caso de estudio: la UNAM a la que cuatro gatos con capucha ponen patas arriba y son más de ¡300 mil alumnos!), y en parte, se explica esa falta de cohesión nacional porque las autoridades (estas, las anteriores), van por su lado, sin el consenso gobierno-gobernados, con una relación muy asimétrica, injusta no pocas veces, mediocre no raramente, de modo que las instituciones no consiguen el respeto indispensable para que la cosa pública discurra con menores tropiezos. Cancelar un aeropuerto, construir un tren, plantar arbolitos, comunicar océanos, vender un avión, cambiar la celebración de las fiestas patrias o la emisión de una ‘Cartilla Moral’, son decisiones individuales que serían otras, muy diferentes, dependiendo de quién coloque sus sacras nalgas en la Silla Presidencial. Y la respuesta colectiva es: ¡cada quién para su santo!

Nuestro mal se llama anomia (anomía también se dice): la estructura institucional es incapaz de proveer las condiciones para que la sociedad logre sus metas, las metas suyas, no las que decida el gobierno. Elegimos gobernantes para que gobiernen al país, no para que sean nuestros papás y menos nuestros padrotes.

(Foto: La Jornada)

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