29 de marzo de 2024

El país de los espejos

Les escribo, queridos lectores, desde el país, o la casa, de los espejos. Esos que deforman la realidad, que nos hacen ver diferentes, que nos hacen reír y a veces asustarnos porque el reflejo deforme que nos muestran es tal vez demasiado parecido a nuestra verdadera imagen. Espejos que nos han enseñado a mentir y fingir.

Dirían los antropólogos que es una conducta aprendida desde tiempos de la conquista o antes, un mecanismo de supervivencia y adaptación ante invasiones y coloniajes de toda especie. Tal vez es resultado de nuestra extraña mezcla genética en que se encuentran lo mismo españoles, árabes, aztecas, mayas y tantas otras etnias originarias. O del mestizaje, del sistema de castas que aun perdura en muchos rincones del país y la sociedad.
Podría ser herencia del catolicismo, que se caracteriza por su habilidad para la interpretación de la historia y su enorme pragmatismo en lo que a poder y dinero (que no a doctrina) se refiere. O de gobiernos que para sobrevivir escogieron con frecuencia la ruta del camaleón. O a que todos leímos el «Laberinto de la Soledad», del inolvidable Octavio Paz, aun antes de que lo escribiera. O a la herencia de la «Malinche». O a la traición tlaxcalteca, al embustero Hernán Cortes, al Imperio, a la República. A conservadores o liberales, priístas, panistas, perredistas y morenos y verdes y naranjas.
Será el sereno, apreciados lectores. El caso es que la nuestra es una nación, una sociedad, de mentiras, de hipocresía y, sobre todo, de doble moral. Por eso los espejos deformes nos convienen tanto, porque nos dan pretextos para fingir que no somos como en verdad somos.
En pleno 2018, más de 200 años después de iniciada la lucha por la independencia, y 100 de la Revolución, continuamos unidos en una serie de mitos y de simulaciones que si bien nos hacen la vida aparentemente más cómoda en el fondo son el freno que nos impide avanzar como país y como sociedad.
Ayer publiqué un tuit que decía, textual, lo siguiente:
«Buenos días a todos desde un país en el que:
—Si acusan al mío es persecución.
—Si acusan al tuyo es justicia.
—El tuyo es culpable aunque demuestre lo contrario.
—El mío es inocente aunque existan pruebas.
(Aplica a todos sin excepción, no lleva dedicatoria)».
Si bien fue muy gustado y compartido, hubo quien no entendió o no quiso entender el mensaje y lo acomodó a su gusto y cayó en la paradoja de decir que sí, que claro, que así son los del X o Y partido. Y sería gracioso, motivo de risa, si no fuera tan triste. Porque ese es el México que nos hemos hecho.
Hoy en día hay un espejo que nos muestra a un México en el umbral del mundo desarrollado, con una economía pujante, una población cuyo tamaño y pirámide demográfica nos presentan todavía muchas oportunidades antes de que nos lleguen las pesadillas de las jubilaciones masivas. Un país con una ubicación geográfica privilegiada y una vecindad que debería ser la envidia, y de hecho lo es, de muchos otros alrededor del mundo.
Otro espejo nos enseña a un país sumido en la corrupción, la impunidad, la violencia criminal. Con un sistema electoral que sigue dando de qué hablar, con frecuencia para mal. Con una distribución de la riqueza perversa y niveles de pobreza y de marginación que uno imaginaría solo en África. Con zonas fuera del control y el dominio del Estado, ese con mayúsculas. Con partidos que nadan en dinero y ciudadanos olvidados.
Las dos imágenes son reales, pero con frecuencia sólo vemos una de las dos, la que preferimos. Y si bien son los políticos los que dan todos los días la nota negativa, no hay problema que no tenga su verdadero origen, su principal causa, en esa doble vara con la que medimos todo, esa percepción limpia y pura que tenemos de los nuestros y esa condena absoluta a los que son, piensan o se comportan distinto.
La corrupción, la ilegalidad y la impunidad nacen, todas, de una sociedad que se rehúsa a reconocer sus propias fallas y pretende adjudicárselas todas a los demás.
Y pues fíjense que no. La única manera de cambiar es viéndonos en un espejo real para, a partir de ahí, comenzar a rehacernos.

Por Gabriel Guerra Castellanos
(Analista político y comunicador)
Twitter: @gabrielguerrac

EL UNIVERSAL

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