23 de abril de 2024

¡Pero qué clase!: La Feria     

SR. LÓPEZ

Como se sabe, lo de Romeo y Julieta fue por el pleitazo que traían sus familias. Bueno, el lío de los Montesco con los Capuleto era una caricatura del pato Donald, comparada con el odio entre los Ávila y los Mendoza, las ramas familiares de la toluqueña abuela Virgen (la de los siete embarazos). Del siglo XIX a principios del XX, entre ellos hubo de difuntos (muy educados, eso sí, se retaban a duelo, y muy educadamente se daban de balazos), a riñas entre damas, una de las cuales hizo historia -un domingo a media misa en Catedral-, con el Obispo enmudecido, viendo a tan distinguidas señoras rodar por el suelo, arrancándose peinetas y mantones, enseñando enaguas, deschongándose y maldiciendo como verduleras. El abuelo Armando, que era un señor de aquellos que cantaba Chabuca, no se metía en esas cosas ni las comentaba, pero un día este menda le preguntó con insistencia quién tenía razón en ese añejo pleito, hasta que respondió: -Quiere a tu abuela y con nadie de su familia trates… esa gente es de mala clase -era cierto.

Parece que no hay ninguna autoridad mundial que califique la calidad de los países… qué lástima porque a veces dan ganas de saber qué clase de país somos. Por supuesto la calidad de los países no la da su economía, porque se puede ser muy respetable siendo de modestos recursos.

Para determinar de manera objetiva la clase de país que somos, sería práctico que hubiera una ecuación que incluyera datos sobre diferentes aspectos. En esa ecuación hipotética participarían factores como la salud pública, la educación y el porcentaje de gente en situación de miseria (no la pobreza digna con todo lo básico resuelto, no, la miseria, esa de comer de vez en cuando). Tal vez debería incluir el índice de delitos combinado con el de impunidad y la corrupción, aunque se puede argumentar que no es correcto demeritar a un país por unos cuantos podridos… cierto, cuando son unos cuantos.

En el caso mexicano, por el momento no nos conviene plantear así la cuestión, porque en cada uno de esos rubros andamos de regular a mal, tirando a ¡sálvese quien pueda!

El Índice de Percepción de la Corrupción 2020, de Transparencia Internacional, nos ubica en el lugar 130 de 180 países, junto con Bolivia y Kenia, con una calificación de 31 puntos, sobre 100, reprobadísimos y último lugar de los 37 países de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), a la que pertenecemos aunque nos vean feo.

En cuestión de inseguridad, servicios de salud, educación y pobreza…  mejor no comentemos nada, al fin usted ya sabe (y no vaya a ser que un extranjero lea esto… ¡qué pena con la visita!).

Así, con los criterios anteriores parecería que somos una pifia de país y no, no lo somos, que todo eso malo lo podemos contrastar con otras realidades: millones y millones de personas que diario trabajan y le plantan cara a la vida; muchedumbres de trabajadores de la salud, la educación, el ejército, las policías, las fiscalías y los juzgados que se comportan bien, que si no fuera así, nada funcionaría; sin dejar de contar, empresarios serios y obreros de primera, campesinos que no se rajan y burócratas que cumplen, contra toda esperanza, día a día, haciendo lo que se espera hagan. Eso para ni mencionar a artistas de toda disciplina, científicos, escritores y deportistas muy presentables. Será porque somos muchos o por lo que sea, pero en este país hay muchos admirables.

Pero tristemente, algunos de los factores de la hipotética ecuación anterior, inseguridad, corrupción, pobreza, más la degradación de la vida política, hacen que hoy por hoy, el mundo tenga la imagen de que nuestro país es una birria. Por encima de todo aquello que no está bien o del todo bien, nuestra vida política es lo que nos pone del asco ante el mundo.

Nos guste o no, influye mucho en la vida nacional y la imagen del país, la calidad de sus gobernantes y algunos han sido de pena ajena: Luis Echeverría, risible mesías parlanchín; López Portillo, prohijó una corrupción sideral; De la Madrid, espantó al mundo por su insensibilidad social al enderezar las finanzas nacionales arruinando generaciones; Salinas de Gortari, perverso genial, con una estela de escándalos increíbles de corrupción; Zedillo que dejó con la boca abierta al planeta con su solución a la quiebra bancaria hecha deuda pública; Fox, que se las ingenió para hacer de la democracia una decepción nacional; y después de Calderón al que salva su decencia, un Peña Nieto que al traicionar a su partido y su candidato, traicionó al país, le colmó el plato a la gente y nos dejó como nos dejó. Sostiene López (este López), que sin Peña Nieto, no habría López Obrador.

Regresemos a la pregunta: ¿qué clase de país somos? Ayer informó Rosa Icela Rodríguez Velázquez, secretaria de Seguridad y Protección Ciudadana que de diciembre de 2018 a junio de este 2021, van 89 mil 64 homicidios dolosos en el país. El triple que en el mismo periodo de Calderón, el doble que con Peña Nieto. Para dimensionar el tamaño del horror: en El Salvador, en 12 años de guerra civil (1979-1992), murieron 75 mil, de acuerdo con la Comisión de la Verdad que instalaron después del conflicto. ¿Qué clase de país somos?

Sí, ¿qué clase de país somos?, con 237 mil muertos oficiales por Covid al día de ayer, aunque el mismo gobierno acepta un 45% de ‘subregistro’ de defunciones, lo que eleva el total a más de 343 mil, con un porcentaje de fallecimientos cuatro veces superior al promedio mundial y el primer lugar en muertes de personal de salud.

Mientras, en su mañanera de este jueves, el Presidente salió en bravía defensa de nuestra niñez, que ya debe asistir a la escuela, pandemia o no pandemia, porque se está haciendo adicta “a las pantallas”.

Parece que la pregunta es equivocada, el asunto es qué clase de gobernantes tenemos. No parecen sentir el peso de su responsabilidad ante 126 millones de mexicanos ni siquiera ante los más de 30 millones que los eligieron con esperanza y buena fe… ¡pero qué clase!

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