29 de marzo de 2024

¡Qué pantalones!: La Feria

Sr. López

Con la música de “Allá en el rancho grande”, se escucha en la radio: “… te voy a hacer pantalones/ como los del Presidente/ te los comienzo de votos/ te los acabo con tropa… (entra la voz del locutor): Caballero, si su esposa pelea con usted porque llega de madrugada y muy borracho: ¡pantalones Presidente!; para el joven, para el niño, para todas las edades: ¡pantalones Presidente!… (regresa la música)… allá en el rancho grande/ que se llama Palacio/ habita un Presidente/ que alegre me decía/ que alegre me decía/ (coro en ‘off’: ¡¿qué?!”)… ¡por miiis pantalones!… (entra locutor, termina anuncio): para todo apuro y ocasión, Pantalones Presidente.
No hay excusa. Todos sabíamos. Así lo eligieron más de 30 millones. Andrés Manuel López Obrador es el primer candidato triunfante a la presidencia de la república que sí conocía el país entero a diferencia de todos los anteriores desde Plutarco Elías Calles hasta Peña Nieto, que fueron unos casi desconocidos para todo el país antes de arrellanarse en La Silla.
En cambio, del actual Presidente, todo tenochca en pleno uso de sus facultades mentales sabía que es un político de conflicto y desacuerdo, que no respeta nada ni a nadie, hábil para insultar y descalificar; dado a las movilizaciones, bloqueos y plantones para conseguir lo que quisiera.
Nadie puede decir que lo veía como un político amigo del diálogo, del acuerdo, de la concertación, de escuchar a otros, de conciliar criterios y opiniones. No. Lo suyo es la política entendida como imposición; lo suyo es el extremo, la exigencia sin concesiones, la ruptura, la terquedad como actitud vital. Todo o nada, con él o contra él, lealtad a ciegas o traición probada.
Así fue elegido y nadie puede reclamar engaño. El único engañado fue Andrés Manuel López Obrador, engañado por Andrés Manuel López Obrador.
Su visión del poder presidencial corresponde a tiempos ya para siempre idos. La hora ya no es la que diga el-señor-Presidente, sino la que marca el reloj. Para todo se creía preparado una vez llegado a la presidencia, porque en su rústica concepción del Poder Ejecutivo, la voluntad supera el entendimiento y todo problema lo resolvía la palabra del Presidente.
Por eso su propuesta de gobierno no planteó mejoras, correcciones o ajustes a las políticas públicas e instituciones oficiales que recibió al asumir el cargo, no, él desde el principio se empeñó en la ruptura, la descalificación acerba de todo lo hecho antes de él porque vino a transformar, para lo que le era preciso, primero, demoler, derruir, en lo que repite es una revolución pacífica. Ya todo cambió es uno de sus lemas.
Tiene un problema que ignora: su óptica del poder se agota en la politización. Eso hizo toda su vida, politizar, dar a toda explicación política, suponer tras cada situación adversa o conflicto social, una intención politizada, politiquera. Por eso la falta de medicamentos es una maniobra política en su contra, no una tragedia humana a resolver cuanto antes; por eso no recibe a mujeres organizadas ni familiares de masacrados; por eso la pandemia se atiende políticamente dejando en segundo plano a la ciencia. Así con todo y en especial con los datos duros que emite el gobierno, su gobierno, sean de inseguridad, economía, educación o salud, que cuando le son desfavorables, él adivina en ellos marrullerías para desacreditarlo políticamente, no información a revisar para adoptar acuerdos, tomar decisiones, ajustar el rumbo, corregir errores, esto jamás.
De esa visión deriva su permanente estado de alerta, su desconfianza en todo lo que no diga, decida o haga él. No confía en las organizaciones de la sociedad civil, las empresariales, ni en los órganos autónomos del gobierno como el INE, que deben ser eliminados o al menos reformados como él disponga. Tampoco confía en los otros poderes, el Legislativo debe obedecerlo y el Judicial someterse, y cada decisión del Congreso o sentencia de la Corte que no lo complace, es prueba de su acertada desconfianza en ellos y desata sus descalificaciones a veces procaces.
En su muy largo peregrinaje rumbo a la presidencia, dedicado siempre a lo inmediato y lo doméstico, parece que nunca tuvo tiempo para reflexionar en que el poder total que imaginaba conseguiría al llegar al Ejecutivo, está acotado no solo porque el país no es la nación cerrada del PRI imperial del milagro mexicano de mediados del siglo pasado, sino porque adicionalmente, ahora son innumerables los compromisos, acuerdos y tratados internacionales en los que México está comprometido, limitando en lo macro y hasta en el detalle, las acciones que pudiera emprender no solo en economía, finanzas y gobierno, sino en derechos humanos, estado de derecho y ecología. Romper con eso sería dirigirse a ser un estado paria. No lo hará. Lo irrita mucho. Por eso su exabrupto de desaparecer la OEA y limitar la cooperación con los EUA en el combate al crimen. Pleito perdido.
Así -ya cerca de la mitad de su periodo presidencial-, se acumulan no solo fiascos sino decepciones y expectativas que él sabe no cumplirá. Sabe que peligra su afán en quedar en la galería nacional al lado de Hidalgo, Morelos, Juárez, Madero y Cárdenas. Por eso su insistencia en ratificar su mandato, necesita otra carretada de votos para recomponer la figura. Y también por eso recurre al cinismo.
Según el diccionario de la Academia, cinismo es la desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables; y vituperable es lo que merece vituperio, baldón, oprobio, como oprobiosos son el medio millón de muertes en exceso que reporta Inegi, la descarada criminalidad creciente, el continuado desabasto de medicamentos y la aplicación selectiva de la ley.
La mentira, el descaro, aunque injustificables a veces para algunos, son ineludibles. El Presidente no es un espíritu refinado que pueda salir a asumir con humildad fallos e ineficacias. De ahí su embozarse diciendo que tiene otros datos o ¡me canso ganso!… ¡qué pantalones!

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