18 de abril de 2024

Se acabó el cuento: La Feria

SR. LÓPEZ

Tío Remi (Remigio), era un señor de 1.50 de estatura y diámetro, casado con tía Elena (de las de Toluca), que no era una beldad, pero sí normalita. Tío Remi era bueno para dos cosas: hacer dinero (con una refaccionaria que tenía diario más gente que la Basílica de Guadalupe), y para bailar (era un trompo). Tuvieron dos hijos, Toñito, que salió a su mamá y Elenita que salió a su papá (de estatura y diámetro). Como tío Remi adoraba a su nada agraciada nena y le sobraba el dinero, siempre fue la bastonera principal de los desfiles de la escuela (le aplaudían mucho; la gente es buena), reina de todas las fiestas escolares y de su generación en la prepa. Tío Remi pagaba todos los eventos. Su fiesta de 15 años fue con tres orquestas pues estaba claro que boda no iba a haber nunca. Y no hubo.

Definiciones van, definiciones vienen. Se supone que la democracia es un sistema político en el que todos son iguales, con los mismos derechos, bajo las mismas leyes, gobernados por quienes eligen directa o indirectamente.

Pero, ¡lástima Margarito!, no todos somos iguales. Tendremos los mismos derechos, pero no somos iguales. El principio de igualdad es una fantasía simpática… y falsa: somos desiguales y unos necesitan más ayuda que otros y otros tienen mayor obligación de ayudar a los demás (a menos que piense usted que es igual el hijo de una tepehuana parido en una choza, piso de tierra, en la helada sierra de Durango, que un robusto nene en el hospital Inglés, hijo de banquero).

Tampoco es tan cierto eso de que elegimos libremente a quienes nos gobiernan, pues para celebrar elecciones, antes debe haber alguna organización de la sociedad y como es imposible que nos ordenemos solos, otros lo hacen en nuestro nombre, sin andar pidiendo opinión a nadie (a garrotazos o balazos si hace falta). Los países, habitualmente después de baños de sangre, adoptan leyes e instituciones que algunos les dicen a los demás, son las meras buenas, y los hacen respetarlas a palos: jamás en la historia se ha visto a la masa organizándose con todos aportando ideas y decidiendo tomados de la mano con el “Himno a la Alegría” de fondo musical.

En México, en 1917, con Carranza, nos salió bien el asunto: metió a 151 a un teatro en Querétaro -la prensa de la época habla de 215, sabrá Dios-; les dijo que ellos eran diputados del Congreso Constituyente y rapidito aprobaron lo que antes redactaron cuatro señores (José Natividad Macías, Luis Manuel Rojas, Félix F. Palavicini y Alfonso Cabrioto). Después de años de guerra civil, pues la Revolución terminó el 31 de mayo de 1911, cuando don Porfirio se trepó al Ypiranga y se fue a Europa (despidiéndolo Joaquín Pardavé en el muelle de Veracruz… si vio la película), quedamos con una Constitución muy decentita (para asombro del mundo).

Siguió el reguero de sangre hasta 1929, cuando se impusieron tres gallos (Obregón, Calles y De la Huerta, todos de Sonora). El chistecito nos costó por ahí de 900 mil muertos, sin contar los fiambres por epidemias: nada más la de influenza causó medio millón de velorios anticipados (según el investigador del Colegio de México, Javier Garciadiego, con los análisis estadísticos del profesor Robert Mc Caa, de la Universidad de Minnesota, quien añade 550 mil no nacidos y 200 mil emigrados; nadie sabe cómo sacó la cuenta de embarazos faltantes).

Total, aburrida la gente de estarse matando, se empezó a construir el país (no reconstruir, nótese la fina distinción): muy bien.

Para darle apariencia creíble al régimen de los sonorenses había que hacer como que los gobernantes llegaban al poder por voluntad de la gente, pero es más fácil tejer con alambre de púas que poner de acuerdo a millones; para eso se inventaron los clubes de poderosos, que llaman partidos políticos, encargados de repartir rebanadas de poder y de plantar en las ciudadanas narices la boleta con los nombres de quienes son candidatos a los puestos de elección popular, por impopulares que sean.

En el caso de México, originalmente, fue uno solo, el Partido Nacional Revolucionario (fundado por Calles en 1929); que pasó a Partido de la Revolución Mexicana en 1938, y a Partido Revolucionario Institucional, PRI, en 1946. Siempre ganaba la presidencia (y todo: era dueño de la cancha, el balón, los equipos, los árbitros y las porras). Para aparentar que la gente elegía entre melón y sandía hubo otros partidos (el Revolucionario de Unificación Nacional -1939-; la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano -1945-; el Popular Socialista -1948-… etc.). Los seriecitos fueron solo el PRI; el PAN, fundado en1939 y después el PRD, en 1989.

Hoy, el PRI desapareció el 3 de enero de 2013, en su 21 Asamblea General, adoptando los estatutos que impuso Peña Nieto (quien  ganó las elecciones con un ideario que cambió a los dos meses de aposentar sus ya presidenciales nalgas en La Silla… legalito pero éticamente, insostenible). El PAN, de derechas, tiene posibilidades reales de renacer; el PRD, de izquierda, solo tiene que ir por su acta de defunción. Las otras cinco caricaturas de partidos “nacionales”, ni huelen ni hieden y Morena, que ya ganó el poder, todo el poder, no es realmente partido todavía.

O sea, hoy, los partidos derrotados son nada y el triunfador, no es partido. A ver cómo nos va, el cinismo tiene límites.

Surgirán pronto nuevas instituciones políticas de parte de los maestros y del empresariado. No se puede seguir con el mismo sainete, los problemas serios no se están resolviendo: seguridad  pública, educación, salud, empleo, desigualdad… y crecimiento económico. Nadie en sus cabales puede suponer que esto es sostenible ‘sine die’.

Esto no debe seguir así so riesgo de que  organizaciones ciudadanas (mangoneadas no pocas desde el extranjero), a la chita callando, se hagan  del control del país, sin sujeción a ninguna ley electoral ni representar nada sino a sí mismas.

Es tiempo de resultados sin explicaderas ni argüendes. Nuestra clase política tiene que reaccionar. Se acabó el cuento.

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